¿Leer para escribir o escribir para leer?
Como economista, mis estudios superiores se enfocaron en teorías económicas, tanto desde la perspectiva macro como micro. Las fórmulas matemáticas solían ser pan de cada día pero, más allá de algunas dificultades puntuales, ningún curso fue tan complicado para mí como el de redacción. Con algo de esfuerzo podía entender temas numéricos difíciles, pero poner una tilde o una coma me parecía una ciencia compleja.
Debido a ello, para mí, redactar un texto superaba cualquier reto intelectual y evitaba hacerlo. Escribir bien no suele ser algo que forme parte de las exigencias universitarias para un economista. Al menos no fue mi caso. Así que pensé que una vez superada la etapa universitaria, ya no me enfrentaría a ese problema. Sin embargo, me pasó todo lo contrario.
Por esas casualidades de la vida, terminando la universidad me ofrecieron la opción de trabajar como redactor de una revista económica. No lo pensé mucho, pues si lo hacía no hubiera aceptado. Era la oportunidad de hacer algo para lo que realmente era malo. “De qué sirve trabajar en cosas que ya sé y no las considero un desafío”, me dije. Cuando llegué a la revista me asignaron a la sección de datos financieros, así que aparentemente no tendría que escribir, lo que significó un alivio. Mi tranquilidad se quebró una semana después.
Me asignaron mi primera tarea: cubrir un evento de seguros. Nunca olvidaré cuando tuve que entregar mi nota. Eran apenas cinco líneas de texto. Parecía sencillo. Pero mi editor fue claro: “nunca he leído un texto tan mal escrito”. Simplemente le puso una X con su plumón rojo a la hoja que le había dado a leer, y me dijo con mucha molestía “vuelve a escribirlo”. Tras dos intentos más y la ayuda de un par de compañeros, finalmente me la aceptó. Esa noche llegué a casa abatido, pues si no pude hacer algo tan sencillo, no quería imaginar cómo sería enfrentar el reto de escribir el informe principal.
Al día siguiente, antes de irme al trabajo busqué mi libro de redacción que nunca abrí en mis clases universitarias. Al iniciar la lectura, lo primero que recomendaba era leer mucho, pues era la mejor manera de aprender. No era reacio a la lectura, pero mentiría si dijera que era un asiduo lector. Normalmente empezaba una lectura con muchas ganas, pero rápidamente la abandonaba. Esta vez, sin embargo, mi trabajo dependía de eso y, si quería financiar mis salidas de fin de semana, no podía darme el lujo de estar desempleado. Esa recomendación fue uno de los tips más valiosos para mi carrera en los contenidos.
La tarea de leer no solo fue divertida, sino muy instructiva. Aprendí de otros periodistas económicos extranjeros que podía escribir sobre economía de manera divertida. Descubrí que había diferentes técnicas para comunicar temas tan complejos, y que hablar de personajes hacía que un texto fuera más cercano. Aprendí que para lograr escribir frases cortas, concisas y directas debía identificar las ideas principales, sintetizar mis ideas y organizarlas para no repetir e hilar la historia que quería contar. Sin querer, escribir me obligó a volverme preguntón y desarrollar la curiosidad; una habilidad muy útil para la vida.
Afirmar que hoy escribo mejor, sería modesto. Decir que escribo bien, sin embargo, sería pedante. Lo que sí puedo afirmar es que sigo aprendiendo. Con cada cliente que llega a la agencia, enfrento nuevos retos. Debo pensar no solo en lo que él desea contar, sino en entender si su público objetivo desea eso, cómo quisiera recibir la información y qué tipo de narrativa se le hace más afin. Pero sobre todo, debo leer mucho si quiero escribir algo que impacte y genere los resultados esperados.